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viernes, 16 de abril de 2010

La muerte de los pobres


He trabajado sin descanso las dos últimas semanas. Quiero creer que cuando acabe despertaré a lado de ella, en nuestra cama. Que las caricias de sus manos sustituirán el calor que aquí hace. Me falta la fuerza. Cada carga de metal que transporto hacia las calderas es un martirio. Me da mucha sed, cansancio, sueño y dolor. Sólo éste sufrimiento me haría soportable el otro. Yo no tuve la culpa. Acaso Dios.
Mientras trabajo recuerdo mi vida pasada: El aroma a limpio de la casa, el sonido de la música en la radio, la sonrisa de mi hijo, la voz de mi mujer decir mi nombre. Las vigas de metal se me han caído de las manos. He escuchado lo que dicen de mí. Mis compañeros lo saben, todo el mundo lo sabe, los viejos no me miran, los jóvenes cruzan su mirada con la mía y otros, los menos, me dan alguna palmadita en el hombro. No necesito compasión.

Vuelvo a mis pensamientos. Repaso cada detalle ocurrido esa noche. Ojala pudiera regresar el tiempo y componerlo todo: Cuando mi hijo nació las responsabilidades incrementaron; no era suficiente la ayuda de nuestros padres. Quisimos vivir juntos y disfrutar nuestra intimidad. Al principio era la emoción de tener algo propio, nada nos costo trabajo y el poco dinero alcanzaba entre lo que nos regalaban y las cosas de medio uso que compramos. Logramos hacer de ese cuarto alejado de la ciudad, algo parecido a un hogar. Conseguir trabajo fue difícil, pasé por varias fábricas hasta llegar a la siderúrgica. El trabajo era pesado pero lo soporté. Mi motivación era llegar a la casa y verlos al entrar acostados en la cómoda que nos servía de sofá, para después sentarnos en la pequeña mesa de dos sillas a compartir la cena.
En aquella ocasión llegué un poco más tarde de lo común. Lidia abrió la puerta y la besé. Tenía el rostro húmedo de tanto llorar, sus ojos hinchados en los cuales se notaba su preocupación. El bebe tiene fiebre, me dijo con una voz quebradiza. Era de madrugada y yo estaba muy cansado. Se ofreció ir a comprar las medicinas, era un larguísimo trecho a pie. Me dejó a cargo al niño después de besarlo en la frente. Hice lo mismo, lo abracé, dejó de llorar y me dormí con él. No se cuanto tiempo paso. Cuando Lidia regresó mi hijo había muerto de fiebre.
Cuando murió me refugie aquí, vi en la siderúrgica mi salvación, el infierno. Mi mujer no lo soporto. El único lugar que tengo es aquí: los grandes bloques de piedra que sostienen las láminas, el piso de terrecería, el olor a azufre, el insoportable calor y el vapor.

Me han pedido que me vaya, el jefe, me ha dado la semana libre, no quiero. Si es el dinero, contesté, no me pagué estos días. He pedido otro turno, ningún compañero quiere cederlo. Traslado la chatarra para iniciar el proceso de transformación, la vierto en el horno, lo que antes murmuraban ahora se han convertido en gritos: que soy un asesino, que yo lo maté.
No tuve valor para ir al velorio, no hubiera soportado que me apartarán de nuevo de su pequeño cuerpo, ni los señalamientos, ni las miradas que me hicieran sentir más culpable. Cuando la casa quedó vacía tomé mis cosas y me fui a trabajar. Era de noche y no podía dormir.

Las personas me observan, no comprenden mi dolor. Me acerco al crisol, contemplo el metal fundido, siento su calor, ionclino mi cuerpo, aproximo mis manos, lo puedo soportar, no quiero volver a casa, nunca más va a ser como antes.

P.A.C.M