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viernes, 17 de octubre de 2008

LA DEUDA

Desperté con la puesta del sol. Como siempre, mi sueño me hizo desvariar. Es curioso, pero a veces pienso que no despertaré, que moriré a la espera del amanecer, regocijándome con mis recuerdos. Sólo me quedan dos opciones: dejarme morir o aferrarme a la vida. Ahora estoy aquí, no puedo evitarlo.
Este sentimiento que me invade, la nostalgia de la juventud, del amor perdido, de los sueños irrealizados, me impide vivir en paz. A veces quisiera hundirme en la lejanía, extrañarlo todo hasta al grado que no me quede nada. Contengo la respiración, el ritmo de mi corazón, estable, se deja oír con más fuerza.
Regreso a mi habitación a soñar con los fantasmas del pasado y los demonios presentes, entro en trance, producto del insomnio. No sé si estoy durmiendo o estoy despierto, todo es a mi voluntad, puedo controlar y detener mi corazón, dejar la vida. Una lágrima me ha revivido. Estoy de nuevo en pie. Me pongo cómodo para arreglar el jardín, corto las flores marchitas, recojo las hojas secas y riego las plantas. Olor a humedad, dulce rocío, contemplo mi obra que comparto con la naturaleza. Ya es hora de ir al trabajo, como de costumbre, llegaré tarde
Una larga fila de gente me aguarda para pagar sus recibos. La primera es una anciana, me hace un gesto de desagrado, la ignoro, sello su papel; el siguiente es un hombre demacrado, su credencial dice treinta años, pero parece de cincuenta, trata de esbozar una sonrisa pero no lo logra. Ahora le toca el turno a una mujer acompañada de dos niños, el más pequeño, en brazos. El mayor toma mis bolígrafos y la madre lo reprende; pobre, tan joven y hermosa, ya con deudas y además, un crío, qué desperdicio de vida. Un señor de cincuenta años de edad, me observa con fijeza, como si me conociera. Indago en el archivo su nombre y no lo reconozco. Elevo de nuevo la mirada, él se encoje de hombros, toma su recibo y desaparece. Me sumerjo en el trabajo, no soy yo quien trabaja es mi cuerpo, no estoy aquí, es mi cuerpo el que está; recupero de nuevo la conciencia de mis actos, me siento cansado.
Es el turno de la última persona, me saluda, ¡que asco!, me sonríe mostrando los dientes, me tiende la mano y no le doy la mía, se despide con un una frase hecha. Me ha hecho sentir mal, pobre, que vida le espera. Miro de reojo mis papeles, me voy a casa. Han pagado, según los recibos, doscientas treinta y dos almas del purgatorio. Juego en mi mente con cada uno de los rostros que he visto hoy. Mas tarde, al llegar a mi destino me miro en el espejo, no veo ningún gesto, miro unos ojos cansados, una nariz puntiaguda en la que asoman unos pelillos y debajo unos bigotes cortados a la antigua, pero mi boca no expresa nada, trato de hablar, pero mis labios no se mueven. Ellos, los deudores de rostros demacrados, a los que atiendo cada día, están llenos de vida. En cambio yo…, estoy muerto, no tengo nada porqué vivir, no tengo a nadie, sólo a mi jardín.
Los días siguientes son iguales, los recuerdos, los mismos, el tiempo se consume lento. Duermo en exceso cuando quiero que el día se vaya rápido, me conservo despierto cuando quiero lentitud. Me enfrento al pasado, de pronto toda mi vida comienza de nuevo…vivo cada uno de los recuerdos con intensidad.
Una mañana me despierto con fiebre, bañado en sudor. No hago caso, me pongo el saco, tomo el sombrero y salgo a caminar. Es domingo y la gente sale a pasear, estoy divagando, me siento vivo entre gente desconocida, entre rostros siniestros. Necesito descansar, tomo asiento, pequeños demonios ríen cerca de mí, corren detrás de una cabeza que rueda, un ser angelical de cabellos rubios les dice que se retiren, ya puedo dormir. Las horas han pasado, la fiebre también, me duele la espalda.
Horas después no queda nadie en el parque, la luna me atosiga, estoy muerto de nuevo. Regreso a casa. Reviso los papeles, hago anotaciones en mi libreta, hago cuentas. Dejo todo listo para evitar reprimendas por mis frecuentes retardos.
Al amanecer, luego de regar mi jardín, parto hacia el trabajo. Llego, observo algunas caras nuevas llenas de vida, de preocupaciones ¡maldita pasividad la mía!, los envidio saben lo que sus vidas valen, y yo deseo mi muerte. Un joven empuja a las personas que están en fila, me llena de vida, me contagia su tormento desbordante. De pronto se le cae de las manos el dinero y lo recoge, moneda por moneda. Trata de adelantarse en la fila y la gente no se lo permite. Sonrío, el tipo me agrada: un poco de malicia le da sentido a la existencia. Lo observo mientras atiendo a otras personas, su sola presencia llena el lugar de luz, la gente no lo soporta. Lo sigo con la mirada, me río. Ahora es su turno, con desesperación me entrega el dinero, morralla, cuento cada moneda, le hace falta un poco, se encoje de hombros, no trae un peso encima, sonrío de nuevo, saco dinero y, sin que el se percate, completo el monto de su recibo. Le debo la vida.
Al terminar la jornada, por primera vez en mucho tiempo me siento feliz. El tormento del joven de la morralla me devuelve la vida; regreso a casa y escojo el camino que pasa por la iglesia, una luz, quizá de las veladoras, produce destellos celestiales. Hace mucho dejé de creer en esto. No hay más paz que la nada ni más tranquilidad que la del infinito. A pesar de que se me ha hecho tarde, tomo asiento en una banca de la iglesia, mis temores no le deben nada a Dios. Su imagen no produce en mí el efecto de antes, ahora me enfrento solo a mis desgracias. Contemplo el retablo, su arquitectura es muy bella, data del siglo pasado, fue construida con grandes bloques de piedra. Impresionante, parece mausoleo. Dios murió hace mucho tiempo para mí. Un desconocido pasa a mi lado, me saluda después de persignarse, pobre diablo, confiarle la vida a Dios. Ya he alimentado bastante mi orgullo es hora de partir. Cenaré en mi jardín algo ligero y un vaso de vino.
¡Qué grande siento el universo! Abro la ventana: esta mañana un hombre me ha salvado y lo busco en las estrellas. Lo esperaré de nuevo, ya vendrá a pagar sus retrasos, llegará a pedir una prórroga para, sin saberlo, satisfacer mi propósito ¡Ya casi me acabo la botella de vino! por cierto, muy barato…, mejor, así llegaré tarde al trabajo y de mal humor.
No he podido dominar las ansias de verlo de nuevo y llego temprano a la oficina He crecido, la vida para mí ahora es nada, el temor desapareció, pero no mi insatisfacción. ¿Vendrá el muchacho? ¿Llegará otra vez a mi ventanilla a suplicar le sean condonados los intereses de su deuda?
Han pasado tres semanas y no ha vuelto, se han acumulado ya los intereses, nunca podrá con ellos. Y yo necesito verle para sobrevivir. Meto las manos en la computadora. Unos cuantos ceros menos y ahora su deuda es menor ¿De qué otra forma pagarle? Con sólo pensar en su tristeza, me regocijo, con sólo imaginar su pena, me alborozo, pero el día en que llegue hasta mí, le seguiré el juego: dejaré que tire sus monedas y sacaré algunas de mi bolsillo para completar su pago. Él dará las gracias y yo, en silencio, daré las mías.